POEMA AL GENERAL JOSE DE SAN MARTIN ... MICAELA ESPINOSA
La espada encendida. Enrique Gamarra
Y fue cuando la patria era
un sueño tendido en las llanuras. Lo supieron los sauces, en la orilla
de un río casi niño todavía.
Lo repitieron los caraguataes
como un secreto oscuro de la tierra
y lejos, bajo un cielo de gaviotas,
se hizo mensaje de agua entre las olas.
Fue cuando el aire andaba
con su infancia de abiertas golondrinas
imaginando coplas y banderas.
presintiendo tacuaras y alaridos,
reverberos de azules clarinadas.
Y fue cuando febrero teñía el mundo
con su euforia roja.
En Yapeyú, campana de la patria.
Aquel niño abrevaba en el rocío.
Los luceros le dieron
su vocación de luz y advenimiento.
En las palomas descubrió un destino
de horizontes sin limites de sombras
y del árbol extrajo su resina
de bosque y madrugada.
Después España lo miró distante.
Como un sobreviviente
de la floresta sudamericana hurgaba
en su nostalgia de membrana silvestre
cerca de un mar extraño y tumultuoso,
donde se hundían fechas de muertos calendarios.
Allí miraba el cielo y recordaba.
(En sus ojos había una estrella perdida)
Acaso recordaba el eco de un galope
o una guitarra que quedó olvidada
en el rincón más viejo del silencio.
Alboreaba en sus ojos un lejano retorno.
Allí se hizo relámpago, corteza,
huracán, torbellino y embestida,
cuando en su sangre despertó el llamado
como una imposición de la memoria.
Allí nació su sed interminable: el agua
lo esperaba en Sudamérica.
En San Lorenzo supo que empezaba
a arder el fuego de la profecía:
no estaban solas las barrancas,
algo en las arenas de la madrugada
se levantaba de repente,
algo que discurría unánime
en la sombra delataba
su pulso de bandera.
En la última torre del convento
conspiraban a solas las campanas.
Y de repente el tiempo se hizo nube,
crepitación de espadas y galopes,
mientras se derrumbaban
los mástiles del cielo
con un sonido bíblico de muerte.
El tinte granadero de la altura
cubrió por un instante todo el mundo.
En Plumerillo fue como una chispa,
como el roce de un pétalo en la bruma.
Algo escapó de un sueño
Y se desparramó por los caminos,
por las estribaciones. las quebradas,
hasta alcanzar los predios del poniente
detrás del estupor cordillerano.
El vigilaba insomne
las raíces sonoras de aquel sueño
y sus ojos hurgaban el crepúsculo
consumiendo morados calendarios.
¡Cómo observó la ruta de los pájaros
hacia el oeste siempre de la espera!
¡Cómo soñó banderas clavadas
en el polvo de la opresión y el miedo
y multitudes que lo saludaban!
Todo aquel tiempo de martillo y canto
brilló un vivac de estrellas en las noches.
Y el alma de la piedra tuvo su día de agua.
Por El Planchón, Coquimbo y Olivares
se repartió en columnas incesantes.
Con él marchaban cuatro mil soldados,
cuatro mil juramentos de uniforme
con cuatro mil banderas en lo alto.
Qué pudo la unidad de la tormenta
-su mínimo aluvión de roca y nieve-
contra ese fragor americano,
esa pluralidad alucinada
por un azul más denso que el silencio
y el último envión del Chimborazo?
Por El Planchón, Coquimbo y Olivares,
Los Patos y Uspallata,
un resplandor celeste crecía en los abismos.
¿Qué sonido subía de las profundidades?
El capitán del viento, el general
del trigo y las estrellas avizoraba
cóndores metálicos, gigantes pétreos,
huecos sulfurosos
Sabía que la calma tiene
su arista de fragor y trueno,
que la lluvia es la antípoda del fuego,
pero que en ella duermen los relámpagos
como el reverso de la mansedumbre.
Y de repente valles y gargantas,
desfiladeros, grutas, rompieron
su mutismo milenario sobre
el volcán abierto de los hombres.
Cataratas de sangre barrían la ladera.
La piedra oía, arengaba el viento.
Batallaba el paisaje y era en vano
que se partieran músculos y vértebras.
Nadie pudo morir aquella tarde.
Y desde la humareda y la vorágine
del alarido subía una palabra,
un nombre transparente como el agua,
sin herencia de pólvora ni truenos.
Argentina… Argentina…
Cuando calló el paisaje
El mangrullo del cielo estaba en llamas
y el sol era una roja clarinada.
Aquella noche el general de agua,
de puro viento y nube tumultuosa,
durmió como si fuera en el confín del mundo
con un sueño cruzado de guitarras.
Acaso fue preciso apurar esa copa de penumbra,
Arañar el perfume, violar la clara
desnudez del agua para encontrar el sol,
esa campanería de los ojos
que ahora sí encontraba
su proyección de alas sin brújulas de fuego.
Pero el sueño final estaba en Maipo.
Allí vientos de España y vientos de los Andes
soltaron sus columnas encendidas
y estremecieron todo el continente.
El era lo más alto del estruendo.
América en su espada fulguraba
y a su luz acudían los pueblos
de la tierra como a la redención
o a la esperanza.
En Maipo tuvo su razón celeste
tanta sangre cuajada en las estrellas,
tanto jirón de luz amurallada,
tanto pétalo herido en la embestida.
Era la puerta última y secreta
que mostraría al mundo
el nacimiento de la primavera.
II
La tierra era silencio
y él nos dio las campanas.
Era la patria piélago cerrado:
él nos dio las riberas.
Fue su herencia más firme
que el acero: nos dejó
la humildad de las espigas.
Quiso que el sol. la libertad, el canto
fueran la sed y el agua al mismo tiempo.
Lo invocamos aquí, desde otro sueño,
desde otros calendarios de ternura,
pero desde aquel mismo espacio navegante
donde aún se desvelan los ancestros del fuego,
como la referencia mas obcecada y alta de la luz.
¿Qué dimensión tendrá en esta edad de ráfaga y paloma
su mutismo de trébol insurgente?
Hacia dónde discurren sus manos sin orillas
y aquel destello sudamericano que calcinó
sus vértebras celestes.
¿Y qué chispa lo sigue, qué hoguera lo evidencia
en la profunda gesta de las sombras?
un sueño tendido en las llanuras. Lo supieron los sauces, en la orilla
de un río casi niño todavía.
Lo repitieron los caraguataes
como un secreto oscuro de la tierra
y lejos, bajo un cielo de gaviotas,
se hizo mensaje de agua entre las olas.
Fue cuando el aire andaba
con su infancia de abiertas golondrinas
imaginando coplas y banderas.
presintiendo tacuaras y alaridos,
reverberos de azules clarinadas.
Y fue cuando febrero teñía el mundo
con su euforia roja.
En Yapeyú, campana de la patria.
Aquel niño abrevaba en el rocío.
Los luceros le dieron
su vocación de luz y advenimiento.
En las palomas descubrió un destino
de horizontes sin limites de sombras
y del árbol extrajo su resina
de bosque y madrugada.
Después España lo miró distante.
Como un sobreviviente
de la floresta sudamericana hurgaba
en su nostalgia de membrana silvestre
cerca de un mar extraño y tumultuoso,
donde se hundían fechas de muertos calendarios.
Allí miraba el cielo y recordaba.
(En sus ojos había una estrella perdida)
Acaso recordaba el eco de un galope
o una guitarra que quedó olvidada
en el rincón más viejo del silencio.
Alboreaba en sus ojos un lejano retorno.
Allí se hizo relámpago, corteza,
huracán, torbellino y embestida,
cuando en su sangre despertó el llamado
como una imposición de la memoria.
Allí nació su sed interminable: el agua
lo esperaba en Sudamérica.
En San Lorenzo supo que empezaba
a arder el fuego de la profecía:
no estaban solas las barrancas,
algo en las arenas de la madrugada
se levantaba de repente,
algo que discurría unánime
en la sombra delataba
su pulso de bandera.
En la última torre del convento
conspiraban a solas las campanas.
Y de repente el tiempo se hizo nube,
crepitación de espadas y galopes,
mientras se derrumbaban
los mástiles del cielo
con un sonido bíblico de muerte.
El tinte granadero de la altura
cubrió por un instante todo el mundo.
En Plumerillo fue como una chispa,
como el roce de un pétalo en la bruma.
Algo escapó de un sueño
Y se desparramó por los caminos,
por las estribaciones. las quebradas,
hasta alcanzar los predios del poniente
detrás del estupor cordillerano.
El vigilaba insomne
las raíces sonoras de aquel sueño
y sus ojos hurgaban el crepúsculo
consumiendo morados calendarios.
¡Cómo observó la ruta de los pájaros
hacia el oeste siempre de la espera!
¡Cómo soñó banderas clavadas
en el polvo de la opresión y el miedo
y multitudes que lo saludaban!
Todo aquel tiempo de martillo y canto
brilló un vivac de estrellas en las noches.
Y el alma de la piedra tuvo su día de agua.
Por El Planchón, Coquimbo y Olivares
se repartió en columnas incesantes.
Con él marchaban cuatro mil soldados,
cuatro mil juramentos de uniforme
con cuatro mil banderas en lo alto.
Qué pudo la unidad de la tormenta
-su mínimo aluvión de roca y nieve-
contra ese fragor americano,
esa pluralidad alucinada
por un azul más denso que el silencio
y el último envión del Chimborazo?
Por El Planchón, Coquimbo y Olivares,
Los Patos y Uspallata,
un resplandor celeste crecía en los abismos.
¿Qué sonido subía de las profundidades?
El capitán del viento, el general
del trigo y las estrellas avizoraba
cóndores metálicos, gigantes pétreos,
huecos sulfurosos
Sabía que la calma tiene
su arista de fragor y trueno,
que la lluvia es la antípoda del fuego,
pero que en ella duermen los relámpagos
como el reverso de la mansedumbre.
Y de repente valles y gargantas,
desfiladeros, grutas, rompieron
su mutismo milenario sobre
el volcán abierto de los hombres.
Cataratas de sangre barrían la ladera.
La piedra oía, arengaba el viento.
Batallaba el paisaje y era en vano
que se partieran músculos y vértebras.
Nadie pudo morir aquella tarde.
Y desde la humareda y la vorágine
del alarido subía una palabra,
un nombre transparente como el agua,
sin herencia de pólvora ni truenos.
Argentina… Argentina…
Cuando calló el paisaje
El mangrullo del cielo estaba en llamas
y el sol era una roja clarinada.
Aquella noche el general de agua,
de puro viento y nube tumultuosa,
durmió como si fuera en el confín del mundo
con un sueño cruzado de guitarras.
Acaso fue preciso apurar esa copa de penumbra,
Arañar el perfume, violar la clara
desnudez del agua para encontrar el sol,
esa campanería de los ojos
que ahora sí encontraba
su proyección de alas sin brújulas de fuego.
Pero el sueño final estaba en Maipo.
Allí vientos de España y vientos de los Andes
soltaron sus columnas encendidas
y estremecieron todo el continente.
El era lo más alto del estruendo.
América en su espada fulguraba
y a su luz acudían los pueblos
de la tierra como a la redención
o a la esperanza.
En Maipo tuvo su razón celeste
tanta sangre cuajada en las estrellas,
tanto jirón de luz amurallada,
tanto pétalo herido en la embestida.
Era la puerta última y secreta
que mostraría al mundo
el nacimiento de la primavera.
II
La tierra era silencio
y él nos dio las campanas.
Era la patria piélago cerrado:
él nos dio las riberas.
Fue su herencia más firme
que el acero: nos dejó
la humildad de las espigas.
Quiso que el sol. la libertad, el canto
fueran la sed y el agua al mismo tiempo.
Lo invocamos aquí, desde otro sueño,
desde otros calendarios de ternura,
pero desde aquel mismo espacio navegante
donde aún se desvelan los ancestros del fuego,
como la referencia mas obcecada y alta de la luz.
¿Qué dimensión tendrá en esta edad de ráfaga y paloma
su mutismo de trébol insurgente?
Hacia dónde discurren sus manos sin orillas
y aquel destello sudamericano que calcinó
sus vértebras celestes.
¿Y qué chispa lo sigue, qué hoguera lo evidencia
en la profunda gesta de las sombras?
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