Todo el poder concentrado en un gesto de amor ... Paola Ruiz

Radio María


15/05/2014 – En el evangelio de hoy aparece Jesús momentos después de lavarle los pies a los discípulos. Allí el Señor concentra todo el poder de Dios y nos deja como mayor herencia un sencillo gesto de amor. Muchos de nuestros hermanos también esperan un gesto de amor y de ternura que consuele sus corazones y pies cansado y polvorientos.
 
Jesús lavó los pies a los discípulos y dijo: “Les aseguro que el servidor no es más grande que su Señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices, si sabiendo estas cosas, las practican. No lo digo por ustedes solos, yo conozco a todos los que he elegido, pero, es necesario que se cumpla la escritura que dice que, el que comparte mi pan, se volvió contra mí. Les digo esto desde ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean que yo soy. Les aseguro que el que recibe al que yo envié, me recibe a mí. Y el que me recibe, recibe al que me envió.”
Juan 13; 16 – 20

El gesto de Jesús , nuestros gestos
Jorge Mario Bergoglio, tomando parte del evangelio que hoy nos convoca, reflexionaba el Jueves Santo del 2005, en torno a este gesto. El último gesto de Jesús antes de partir al Padre y donde nos deja la herencia, con la que nos enriquece. En este último gesto que -dice Bergoglio- no nos cansamos de contemplar, se abren para nosotros algunos misterios en los cuales vale la pena detenerse.
Ocurre cuando, llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, El Señor quiso expresar su último gesto, en lavar los pies a los amigos. Los pies polvorientos, dice el Cardenal, fatigados del camino. Este gesto que esperan también nuestros hermanos en muchas oportunidades cuando nos encontramos con ellos, y vienen agobiados de la desesperanza, vienen cansados de la lucha. Se encuentran desilusionados de haber intentado construir un proyecto y ver que, se desarma en sus manos por el fracaso de la pérdida de un ser querido, en el vínculo del matrimonio, que decidió tomar un camino distinto, y a pesar de que el amor está allí, latente, el agobio del peso de la pérdida, no nos permite descubrir que ellos también necesitan de nosotros. Este repetido acto de caridad con el que el Señor nos invita, a lavar los pies.
La vida es una fiesta. Como aquella última cena. Pero como toda gran fiesta, puede haber situaciones determinadas que quieran venir a aguarla. Jesús se adelanta y nos pide que hagamos nosotros lo mismo, con quienes están sufriendo o padeciendo, y nos invita, desde el gesto ejemplar con el que Él aborda la situación de los discípulos, a repetirlo nosotros lavando los pies. Eso es como un detalle de caridad para con el hermano que está de alguna manera, polvoriento. Se le ha pegado el camino, y necesita que alguien lo cuide. Lo sostenga. Lo aliente. Lo socorra. Es el detalle del amor. “El extremo detalle del amor” dice Bergoglio.
Este extremo detalle de la caridad, se da en el momento en el que el evangelista san Juan dice, “todo estaba en sus manos”. ¿Qué ese todo? Todo el poder de Dios, en la persona de Jesús, como Creador, está en las manos del Hijo. Y el Señor era consciente de que en ese momento tenía todo el poder del mundo en sus manos. Es la hora suya. “El Padre lo había puesto todo en sus manos” dice Juan.
¿Y qué hizo con ese poder absoluto? Lo concentró en un solo gesto. En un gesto de servicio. El servicio del perdón, hasta el detalle más delicado de caridad. Y desde entonces, el poder se convirtió para siempre, en gesto de servicio.
Si el más poderoso, El Hijo del hombre, usó todo su poder para servir y perdonar, el que lo usa para otra cosa se hace ridículo. Está desubicado, queda como fuera de contexto. Aparece como un necio. No entendió nada con respecto de qué se trata el ejercicio del poder.
Con ese gesto sencillo, Jesús, llevó a término la profecía, que en boca de su madre, se expresaba en el Magníficat. Cuando ella, tomada por la Palabra de Dios dictada en su corazón, oró aquella síntesis maravillosa, expresada en el Antiguo Testamento, en el canto de alabanza del Magníficat: “El Señor, derribó a los poderosos de sus tronos, y elevó, puso en lo más alto a los humildes”
Jesús nos invita a ir con Él a este lugar donde podamos también nosotros concentrar todo lo que somos, lo que tenemos, lo que estamos llamados a ser, en un gesto de amor.
¿Cómo concentrar en el día de hoy en un gesto de amor sencillo todo lo que el Señor ha puesto en tus manos?
Gestos que engrandecen el alma
Hay historias realmente conmovedoras en la vida de los santos que nos hablan de esta capacidad de hacer del poder que se tiene entre las manos, un gesto de caridad profético, que derriba a los que más se creen.
Juan Gualberto, nació en Florencia, Italia. El era de familia muy rica, y su único hermano había sido asesinado. Él era heredero de una gran fortuna. Un viernes Santo, iba por una calle, rodeado de varios militares amigos suyos, y de pronto se encontró en un callejón, con el asesino de su hermano. No tenía por donde huir, y Juan dispuso matarlo allí mismo. Pero, a aquél hombre se le ocurrió una feliz idea. Se arrodilló. Puso sus brazos en cruz. Y le dijo; Juan, hoy es Viernes Santo, por Cristo que murió por nosotros en la Cruz, perdóname la vida. Al ver Juan Gualberto, aquellos brazos en cruz, se acordó de Cristo crucificado. Se bajó de su caballo, abrazó al asesino y le dijo: – Por amor a Cristo, te perdono.
Juan Gualberto, siguió su camino, y al llegar a una Iglesia, se arrodilló ante Cristo crucificado. Y le pareció que Cristo inclinaba la cabeza y le decía:- Gracias, Juan.
Desde aquél día, su vida cambió por completo. Y pidió ser religioso benedictino. El 12 de Julio de 1073, moría, al que la Iglesia reconoció después como, san Juan Gualberto.
Una historia, también llena de caridad y de sentido, nos llega a través de Martín de Tours. Que nació en Panonia, Hungría. Por allí, por el año 316. Era hijo de padres no creyentes. Era hijo de un veterano del ejército. Y a los 15 años ya vestía el uniforme militar. Durante más de 15 siglos, ha sido recordado por el hecho que le sucedió siendo joven.
Estando de militar en Amiens, Francia, cuando ejercía el camino del catecumenado, un día frío, de invierno, se encontró por el camino con un pobre hombre, que estaba tiritando de frío, y a medio vestir. Martín, como no tenía nada para darle, desenvainó la espada, y dividió en dos partes su capa. Entregando la mitad al pobre. Esa noche, vio en sueños a Jesucristo. Se le presentaba vestido con el medio manto que él había regalado al pobre, y oyó que le decía: – Martín, hoy me cubriste con tu manto. El medio manto que cortó san Martín, fue guardado en una urna y se le construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín, para decir medio manto, se dice capilla, la gente decía; vamos a orar donde está la capilla. Y de ahí viene el nombre de capilla. A los pequeños oratorios donde nosotros participamos del culto.
Verdaderamente, la vida de los santos, nos dejan hermosos caminos por donde recorrer este gesto primero de caridad grande. Intentamos hacerlo también nosotros hoy, traduciendo todas nuestras posibilidades en pequeños gestos con gran amor.
En la tarde de la vida seremos juzgados en el amor
La caridad tiene el poder maravilloso de hacernos parecidos a Dios. La caridad tiene el poder de perdonar, y de lavar los pecados. La caridad es signo de la predestinación nuestra a la Gloria definitiva. Al final sólo va a quedar el amor.
Qué lindo es ir en peregrinación a la Virgen de Iratí, a la Virgen del Valle, que lindo poder ir a Luján, al santuario de la Virgen, que hermoso cuando nos encontramos con la Gracia de Dios peregrinando al santuario de San Nicolás. No está mal todo esto, porque ahí encontramos muchas gracias. Los creyentes solemos visitar como peregrinos los grandes santuarios, y las basílicas. Pero no debemos olvidar que el mayor santuario, y el más digno de veneración, es el cuerpo pobre de Cristo. El Cuerpo sufriente de Cristo. El cuerpo preso de Cristo. A él debemos peregrinar como a una fuente atrayente de caridad. Humanismo, mística. Santidad.
“A la tarde de la vida te examinarán en el amor”, decía Juan de la Cruz. Y yo me pregunto: ¿de qué amor nos van a examinar? Del amor que has recibido de Dios y que por tanto, has podido darlo a los hermanos. Del que no diste y del que diste. De eso. Se nos va a preguntar al final. ¿Amamos o no amamos? ¿Lo que hicimos, lo hicimos por amor o cuáles fueron los motivos que movieron nuestros corazones a vincularnos con los demás?
¿Con qué gestos poblaremos nuestro corazón de rostros?. Seguramente hoy tendrás la posibilidad de que el cielo se venga cerca tuyo cuando tengas la ocasión de hacer un gesto sencillo impregnado de amor que se convierte en grande.
“A la tarde de la vida te examinarán del amor”. De tu amor, de cuánto entendiste el lenguaje del amor y de cuánto lo pusiste en práctica.
Decía, el poeta Gilbrán, “Cuando amen no deben decir, Dios está con nosotros. Sino que nosotros estamos en el corazón de Dios”. Porque Dios es Amor. Como bien lo ha definido, tan claramente, y en una sola palabra, el autor del texto de la primera carta de Juan:“Dios es amor”
“Los admiro a ustedes, cristianos. Porque identifican a Cristo con el pobre, y al pobre con Cristo. Y cuando ustedes den pan a un pobre, saben que lo están dando a Jesús. Lo que resulta más arduo de comprender, es la dificultad con la que reconocen a Jesús en el pobre que está dentro de ustedes mismos. Cuando sienten sed de sanación y de cariño; ¿Por qué no la quieren reconocer? Cuando se dan cuenta de estar desnudos, extranjeros con respecto de ustedes mismos. Cuando se encuentran encarcelados y enfermos. ¿Por qué no ven en esta fragilidad la presencia de Jesús en ustedes?” decía el psicólogo alemán, Carl Jung.
Es verdad que nuestra propia carne tiene que ser bien cuidada. Pero también es cierto, como dice el profeta Isaías, que la sanidad de la herida en nuestra propia carne, se da cuando nosotros damos de comer al que tiene hambre y cubrimos con un techo al que no lo tiene. Allí, cuando atendemos a la viuda. Cuando los desposeídos, son abrazados por el amor que Dios ha puesto en nuestro corazón, despunta la luz, y sana nuestra herida. Y nuestra propia carne encuentra lo que buscaba de sanidad interior.
Es por la fuerza del amor donde también nosotros nos curamos a nosotros mismos y mimamos más nuestra herida y la propia carne.
La caridad, que no es una doctrina filosófica, ni un código de ética que no es una ideología, que no es un culto devocional, sino que es una presencia de una persona que nos ama. La de Dios el Padre que nos entregó a Jesús por Amor, para librarnos de la opresión que genera en nosotros la fuerza del egoísmo, la fuerza terrible de la soberbia, con la que venimos heridos desde siempre. La presencia del amor de Dios en Cristo cura y sana. La presencia de nosotros concentrada en un gesto de amor a los hermanos cura y nos cura. Los males de amores, dice San Juan de la Cruz, sólo se cura con presencia y figura. Hoy el evangelio nos lo muestra a Jesús lavando los pies a sus discípulos. Todo el poder del Padre en el Hijo, traducido en un conmovedor gesto de amor.
Amar a Dios, amar a los hermanos
Cuando el Amor ocupa el centro de la vida, el otro comienza a ser alguien significativo. Alguien que importa. El otro comienza a ser indispensable. Sin el otro es como que me falta el aire. Porque es el otro en donde el amor se expresa. Desde donde viene el amor, y hacia donde el amor va. Es el vínculo con el otro al que llamo hermano, sin poder excluir a nadie, cuando de verdad me habita el amor de Jesús, donde mi vida toma verdaderamente sentido.
¿Quién es el otro? Es figura y es imagen de Dios, es rostro de Dios, muchas veces, ensombrecido, desfigurado, desatendido y sin apariencia humana, como dice Isaías 53, 2. Es carne herida del Señor. Sobre todo cuando es pobre, muy pobre. Son voz del dolor de Cristo. Es el actual rostro de la Pasión, muchas veces. Es la presencia histórica de Dios débil en medio del mundo. Son camino los otros y yo soy camino para los otros que conduce a Dios. Somos caminos abiertos al encuentro. Es una clave de interpretación real de la Vida, con mayúscula.
El otro se transforma en un pedagogo, en un educador de mi sensibilidad. Y en el fondo, ese vínculo de caridad con el otro nos evangelizamos. ¿Por qué? Porque la buena nueva, la evangelización, brota de este lugar al que llamamos amor.
¡Dios! Dios es amor. Con luz que trae esa presencia, con el consuelo que regala su misterio. Con la capacidad de reconciliación que nos ofrece, con espíritu de oración que nos habita, presencia que conduce y quietud que pacifica.
Dios, amor, regala eso, y mucho más en un vínculo genuino, de caridad fraterna. Donde el otro empieza a ser como el aire para mi. Sin el otro no puedo existir. Cuando verdaderamente me he encontrado, con el evangelio, con la verdad de Jesucristo.
Padre Javier Soteras

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