Domingo de Ramos: “Bendito el que viene en nombre del Señor” ...Paola Ruiz

Domingo de Ramos: “Bendito el que viene en nombre del Señor”


La procesión litúrgica que inaugura las solemnes celebraciones de la Semana Santa hace memoria de aquella otra en que Jesús fue aclamado a su entrada en Jerusalén (cfr. Mt 21, 1-11 y par.). Cortejo de triunfo y manifestación de la realeza, humilde y mansa, del Mesías:
«Decid a la hija de Sión: He ahí que tu rey viene a ti, benigno y montado sobre una asna y un pollino, hijo de animal de yugo»  (Mt 21, 5).
Los evangelistas descubren en este hecho el cumplimiento de las profecías que sintetizan en esta cita de Is 62, 11[1] de la que se suprime el final de dicho versículo y se añade el final de Zac 9, 9:
«¡Alégrate con alegría grande, hija de Sión! ¡Salta de júbilo, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey; Él es justo y trae salvación, (viene) humilde, montado en un asno, en un borrico, hijo de asna».
En el oráculo profético, el mismo Dios exhorta a la población de Jerusalén a entregarse a la alegría y a saltar de gozo. El motivo de la alegría se manifiesta en los nombres que lleva el Mesías: Él es rey, el Rey prometido, el heredero del trono de David; justo, el Justo por excelencia que trae la justicia y la salvación; humilde,porque vendrá pobre y montado en un asnillo.
He aquí un rasgo que los rabinos debieron reconocer cuando se cumplió al pie de la letra el Domingo de Ramos. Y el pueblo expresaba con sus gritos el mismo contexto de aclamaciones mesiánicas, como la expresión Hijo de David, acompañado de gritos de júbilo: Hosanna es una palabra hebrea que significa: ¡ayúdanos! (¡oh Dios!) y que se usaba para expresar el júbilo y la alegría[2]. El relato evangélico subraya que Jesús recibió con agrado aquellas manifestaciones -quizá por venir de los humildes y ser sinceras, más allá de su escasa perseverancia- cuando se niega a hacerles callar como pretendían sus enemigos: «Pero algunos fariseos, de entre la multitud, dirigiéndose a Él, dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Mas Él respondió: “Os digo, si estas gentes se callan, las piedras se pondrán a gritar» (Lc 19 39-40; cfr. Mt 21, 15ss)
Podemos, pues, concluir que la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, por un lado, subraya que iba a padecer espontáneamente, hecho subrayado por otras expresiones recogidas por los Evangelios y, por otro, que en su Pasión, Muerte y Resurrección se iban a cumplir las Profecías. Que Jesucristo es «el que viene en nombre del Señor» (Sal 117, 26), el Mesías, el Salvador prometido por Dios y esperado durante siglos por el pueblo de Israel que, «con su muerte, triunfaría del demonio, mundo y carne y nos abriría el camino del ciel[3].
Por tanto, en el horizonte del Domingo de Ramos ya se dibuja la Cruz. Ese mismo Jesús que descendió del monte de los olivos como rey pacífico, para hacer su entrada en Jerusalén, será sacado a la fuerza de esta misma ciudad para ser crucificado. Y esa Cruz se ha convertido en la señal del cristiano, en la llave que nos abrirá las puertas del cielo, en el árbol del que brotó la vida del mundo.
Las aclamaciones del primer Domingo de Ramos, fueron sinceras, pero sin hondura. El mismo pueblo que hoy aclama a Jesús, le abandonaría pocos días más tarde. Y no solamente por la perfidia de sus dirigentes sino porque un Mesías crucificado defraudaba en lo más hondo las falsas expectativas de quienes habían confundido el objeto de su esperanza y, antaño, le quisieron aclamar como rey porque había saciado su hambre de pan (Jn 6, 15).
Los cristianos no somos ajenos a esta misma sugestión, con frecuencia expresada en la tensión entre unas celebraciones de Semana Santa espléndidas, brillantes, multitudinarias y una vida alejada de Dios o que se contenta con formas parciales de religiosidad que no pasan por el cumplimiento de su santa Ley y la recepción fructuosa y frecuente de los sacramentos.
Es verdad que Dios mira los corazones y nada dejará sin recompensa, como aceptó las aclamaciones de los niños en Jerusalén aunque eso no justifica que la Semana Santa quede reducida a un paréntesis, posiblemente de gran belleza estética y poderosa evocación sentimental, pero que dice poco a una vida tan alejada de Dios como la que, tal vez por desgracia, llevamos habitualmente. Ver la Semana Santa como una manifestación exclusivamente cultural, popular o floklórica es el primer paso para prescindir de ella cuando se acaban imponiendo formas definitivamente secularizadas.
Algunas sugerencias para no caer en estas desviaciones pueden ser las siguientes:
  1. Ver la Pasión de Cristo como revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros: «Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato» «y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amo y se entregó por mí» (Gal 2, 20).
  2. Rectificar y fortalecer el objeto trascendente de nuestra esperanza que es alcanzar en su plenitud, después de nuestra muerte, el cumplimiento de las promesas ya incoadas en nuestra vida por la gracia sobrenatural.
El episodio que estamos glosando tiene también una lectura escatológica. Después de haber recibido la aclamación mesiánica (Bendito el que viene en el nombre del Señor) el Domingo de Ramos, Jesús anunció, al final de su último discurso en el Templo (Mateo 23, 39), que estas mismas palabras serían la señal el día de su triunfo definitivo. Entonces se volverán a Aquel a quien traspasaron, como dice San Juan (19, 37), citando a Zacarías 12, 10. Comentando el pasaje en que Jesús aplica así este versículo, dice Fillion que con estas palabras «terminaba el ministerio propiamente dicho de nuestro Señor. Él mismo iba a morir y aquellos a quienes se dirigía entonces no debían volver a verlo sino ni fin de los tiempos. En efecto, las palabras “hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” se refieren, según los mejores intérpretes, al Retorno de Jesucristo al fin del mundo, como juez soberano y a la conversión de los judíos, que tendrá lugar en esa época»[4].
  1. El propósito firme de conseguir ese objeto llevando una vida santa, de acuerdo con nuestra dignidad de hijos de Dios. Si Jesucristo sufre y se abaja por el hombre pecador; es justo que el hombre se aproveche de este ejemplo y procure su salvación por los medios que le da a conocer la conducta del Salvador (cfr. Epístola de la Misa: Flp 2, 6-11). Por eso nuestra vida ha de pasar por los mismos caminos por los que discurrió la vida de Cristo en la tierra: humildad, obediencia a la ley de Dios, servicio a los demás… rechazando las visiones parciales que las ideologías mundanas sobreponen tantas veces a las exigencias íntegras de nuestra Fe.
  2. Frecuentar los Sacramentos, muy en especial la Eucaristía y la Confesión.
En un momento en que muchos cristianos que se acercan con frecuencia a recibir la Sagrada Comunión han abandonado por completo la Confesión, es necesario insistir en la necesidad de recibir este Sacramento, sabiendo que quien quiere obtener el perdón de Dios debe examinar cuidadosamente su conciencia y confesar al sacerdote todos los pecados mortales.
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Sabemos lo que cuesta permanecer en pie junto a la Cruz de Jesús, como estaba Santa María. A ella acudimos para que nos alcance la gracia de experimentar constantemente en nosotros los frutos de la Redención.
Omnipotente y sempiterno Dios, que, para ofrecer al género humano un ejemplo de humildad, hiciste que nuestro Salvador tomase carne y padeciese la cruz: concédenos propicio la gracia de comprender las lecciones de su paciencia y de participar de su resurrección. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén[5].
 Padre Ángel David Martín Rubio
[1] «He aquí lo que Yahvé ha pregonado hasta las extremidades de la tierra: “Decid a la hija de Sión: Mira que viene tu Salvador, mira cómo trae consigo su galardón, y delante de él va su recompensa”»
[2] Este cumplimiento de las profecías mesiánicas lo vemos también en los milagros que Jesús realizó a continuación de la expulsión de los mercaderes del templo (Mt 21, 14) y en el detalle cronológico anotado por mons. Straubinger. Según los cálculos rectificados por el padre Lagrange, esta escena ocurrió el 2 de abril del año 30, cumpliéndose así en esa profecía de Daniel la semana 69 (7 + 62) de años hasta la manifestación del “Cristo Príncipe”, o sea 483 años proféticos, de 360 días (como los de Ap. 12, 6 y 14) –que equivalen exactamente a los 475 años corrientes según el calendario juliano– desde el edicto de Artajerjes 1º sobre la reconstrucción de Jerusalén (Ne. 2, 1-8) dado en abril del 445 a.C. (La Santa Bibliain Dn 9, 25 y Mt 21, 9)
[3] Catecismo Mayor de San Pío X. «Os he dicho estas cosas, para que halléis paz en Mí. En el mundo pasáis apreturas, pero tened confianza: Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
[4] Cfr. Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Sal 117, 25ss.En Ap 22, 12 se retoma la segunda parte del versículo de Isaías omitida en la cita de Mt 21, 5: «He aquí que vengo presto, y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según su obra». Aunque la Redención fue obtenida por la divina Víctima en el Calvario, tanto el Señor como los apóstoles insisten en que ella será manifestada cuando Él venga.
[5] Misal Romano, ed. 1962, Segundo Domingo de Pasión o Domingo de Ramos, Oración colecta.
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